sábado, 27 de febrero de 2010

La Bolivia que conocí

Mujer coya atenta a las palabras de Evo Morales en Tiahuanaco
26/02 – 14:30 – Hay dos Bolivias, una del Este y otra del Oeste. Ambas son distintas geográfica, paisajística y económicamente. En la del Oeste abunda Evo, en la del Este ralean cada vez más los sologans de campaña hasta desaparecer por completo y en las postrimerías de Santa Cruz de la Sierra ya no se encuentra el Coya típico ni el mensaje redundante de los carteles ruteros desde donde le dan gracias al presidente indígena.

En viaje hacia Perú ingresamos a Bolivia por la Quiaca (Jujuy) y ahí nomás tropezamos con Villazón, primera ciudad boliviana transformada en un enorme mercado persa que convulsiona la frontera internacional y dificulta de manera fenomenal al turista que como nosotros, transita por allí en vehículo particular.

Extraña frontera la quiaqueña, porque mientras aquellos que la cruzan con vehículos se deben adecuar a todas las formalidades aduaneras y migratorias, los que desean pasar de Argentina a Bolivia (y viceversa) caminando, lo pueden hacer sin ningún tipo de restricción ni trámite burocrático que se lo impida. Demás está decir que las compras “del otro lado” (léase Bolivia) se hacen a precios irrisorios y el paso de los bultos en mano de nativos o turistas no merece la mínima atención por parte de la aduana binacional que hace la vista gorda para incentivar el negocio en negro.

Obviamente que no me voy a detener en detalles del viaje porque sería un texto interminable, pero a grandes rasgos, quiero recordar aquellas alternativas, curiosidades y llamativas circunstancias que despertaron al periodista e hicieron que el objetivo turístico, en algún punto, se transformara en una aguda observación sobre las cuestiones sociales, políticas y económicas en que se desarrolla el vecino país.

Los sonidos del silencio

Desde Tupiza, la primera localidad de relativa importancia que aparece en el sur boliviano, se deshilachan varios caminos rústicos, algunos intransitables y solo una franja más ancha de tierra que explora el interior profundo del país del altiplano, se identifica como la ruta que debemos seguir para llegar a algún lado, haciéndole caso al lugareño que repite como frase de entrecasa “siga al frente por la calle más ancha…esa lo lleva derechito…”; ojalá fuera así.

Construcción típica en la Bolivia del Oeste

Más de 200 kms de cornisa angosta y sinuosa, elevando la humanidad a más de 3.500 metros, comienza a hacerle sentir al turista acostumbrado a vivir a nivel del mar, que allí sus fuerzas flaquean y la respiración se dificulta. “Es hasta que el cuerpo logre acostumbrarse”, nos dicen y rogamos que el malestar desaparezca antes de emprender la vuelta.

Paisajes inigualables, indescriptibles, cambiantes y sorprendentes coronan el largo camino de ascenso en busca de las ciudades más grandes, pero todavía lejanas, como Potosí, Oruro o La Paz.

La minería omnipresente entre los cerros descalzados y veteados por transparentes colores que decantan con el sol, reclama silenciosa el derecho de la tierra y de los hombres que en ella habitan. Claro, hace tanto tiempo que están allí arrancando todo cuanto hay debajo de la piedra, que los profundos cañones o las empinadas cuestas que nos llevan hasta la ladera de los cerros oradados por las multinacionales, están plagados de avisos al viajero desprevenido para que no pase a sectores que son “propiedad privada”… cuando uno ha recorrido un largo trecho por aquellas desoladas tierras, termina pensando que todo Bolivia es “propiedad privada”, obviamente que no de los bolivianos, precisamente.

Pueblos mineros empobrecidos, detenidos en el tiempo, pobreza por doquier, chozas y más chozas, analfabetismo extremo y más “locaciones” alambradas y con candados de empresas extranjeras que se mimetizan bajo nombres de fantasías arrancados del vocablo Aimará, donde se desarrolla la vida silenciosa de los mineros pobres y se enriquecen contados bolsillos que allí, no dejan ni un solo dólar.

Largo recorrido nos deparó aquella ruta ancha y blanca de tierra que a veces el mineral de superficie transforma en campos de inigualable verde cemento o más allá, al rodear una de los tantos picos, nos muestra un paisaje lunar y más adelante valles sembrados de coca que ofician de pulmón verde en la tundra agreste.

En nuestro paso por aquellos poblados de barro, oscuros, entre los cuales hay muy pocos que gozan de la electricidad, nos enteramos que la mayor parte de la gente sobrevive de la minería y del cultivo de coca. Cuando en la gasolinería preguntamos si con la llegada de Evo al poder las condiciones de vida se les habían mejorado, un par de parroquianos se miraron y uno de ellos se encogió de hombros; la respuesta era obvia.

El único viso de modernidad, además de las inmensas maquinarias que duermen en algún recoveco de la montaña explotada hasta su exterminio, son las imponentes torres de alta tensión que impactan el paisaje y permanecen allí atadas unas a otras, relucientes como piernas de gigantes que van a algún lado, llevando la energía que necesitan en los socavones pero sin derramar ni un poco de su caudal para calentar el humilde hogar de las pobres coyas que caminan diariamente hasta 4 kms para buscar la leña que acarrean en sus espaldas.

“La minería nos va a enterrar” dice un discreto cartel escrito de apuro con aerosol negro bajo un portón verde en una vieja casa de Potosí. La referencia es clara; habla del majestuoso Cerro Rico que domina la ciudad declarada por la UNESCO como “Patrimonio de la Humanidad” y es un gigante herido de muerte debido al proceso minero que lo ha taladrado internamente hasta generar en la gente, el temor de que en cualquier momento caerá sobre la vieja urbe cuyo esplendor le dieron las conquistas españolas.

Cualquiera en Potosí le brinda referencias alarmantes al turista. Desde contarle que el cerro ha tenido más de 140 derrumbes internos, a partir de 1545 en que se descubrieran sus riquezas mineralógicas, como que ha sido la mina de plata más grande del mundo o que diariamente unas 5 mil personas acuden a él para extraer estaño, zinc, plata y otros minerales, al punto que el gobierno de Evo prohíbe explotar subterráneamente la montaña por arriba de los 4.400 metros de altura.

No es para menos, un estudio del Instituto Geográfico Militar de Bolivia determinó que el Cerro Rico se hunde 0,3 milímetros por día, lo cual le ha hecho perder su forma original y aseguran viejos pobladores que hay lugares de Potosí desde el cual ya no se ve la puntiaguda montaña.

La trepada para Uyuni es colosal. La calle ancha y blanca se estrecha por momentos sin permitir que pasen dos vehículos sin caer uno de ellos al precipicio. Tenemos suerte, de frente no vienen los viejos ómnibus que llevan y traen a los parroquianos. Son verdaderos bólidos lanzados sobre las rutas de piedra que ponen de punta los nervios de cualquier conductor.

Madre Coya con su niño "esperando a Evo" en Tiahuanaco

Una llanura extensa y multicolor con montañas en composé, deja perfilar delante del parabrisas una línea de plata en el horizonte que atraviesa todo lo que da nuestra visión. Es el famoso salar, aquel campo blanco de 12 mil km2 que dicen los entendidos se puede ver desde el espacio exterior.

El paso por el pueblo de Uyuni, acodado en algún rincón del tiempo, con contrastes tales como el buey y una Toyota, la casa de adobe y un hotel de 3 pisos, es efímero y retomamos a un costado del camino para penetrar por varios kilómetros el salar hasta llegar al original hotel construido totalmente con adobes de sal.

Impecablemente diseñado, todo es sal dentro y fuera de sus cómodos aposentos. Mesas, sillas, camas y hasta la barra del bar es de sal. Pisamos la sal blanda del piso y acompañados del ruido característico bajo nuestro calzado ingresamos a los distintos aposentos que tiene de bellísima arquitectura y exquisita decoración.

Afuera comienza el campo de sal. Dicen que fue un mar que se retiró; en realidad el paisaje es realmente sobrecogedor e inconveniente para que se internen en él los que sufran de pánico o agorafobia. La soledad de tanta inmensidad blanca y la pérdida de referencias físicas cercanas generan sensaciones extrañas y curiosas.

Bolivia Aymará y la otra

Nos esperan aún más de 300 Kms hasta nuestro destino y el tránsito se complica bajo la importante lluvia que escurren desde los cerros. A todo esto hay que sumarle la poca disposición que tienen los bolivianos por acondicionar sus rutas y ni hablar de aquellas empresas que trabajan en reparaciones o asfaltado.

Nos encontramos con rutas cortadas por taludes de tierra o máquinas atravesadas sin que existiera ningún desvío marcado o abierto para transitar. En más de una oportunidad debimos atravesar dunas, matas de pastos duros y barrosas y profundas huellas dejadas por la maquinaria pesada, para poder hacer un by pass a los sectores del camino que habían sido cerrados.

Oruro, luego La Paz; ciudades con características especiales, con un tránsito infernal y donde el trabajo de Evo Morales se refleja en las calles. Muchos habitantes de allí dicen que no recuerdan otras épocas donde tantos aborígenes que permanecían confinados en los campos, accedieran a estas dos grandes mecas de la venta ambulante y el negocio de la comida al paso.

Cientos de kombis transitan a diario en un ir y venir incansable desde los alrededores de las ciudades hasta el corazón mismo de ellas y cada tarde generan también el retorno de miles de personas que llegan a realizar sus trámites y compras, desde las zonas rurales.
Nos tocó en suerte transitar por Bolivia en momentos en que Evo Morales realizaba la asunción de su nueva etapa en el gobierno que reeditó gracias a más del 60 por ciento de los votos, en su mayoría aborigen.

De los dos actos de asunción, el oficial en la plaza de armas de La Paz y el cultural-aborigen de Tiahuanaco, elegimos éste últimos para lo cual recorrimos unos 120 kms hasta llegar a las Puertas del Sol, allí donde los Aymaras festejan en Inti Raymi. En medio de un colorido ir y venir de cientos de tribus, engalanadas con sus mejores ropajes y ante no menos de 150 mil personas, Evo Morales realizó el acto tradicional en el Templo del Sol en aquellas ruinas desde las cuales Juan José Castelli festejó el primer año de la revolución de Mayo, ocurrida en la lejana Buenos Aires.

Cuando emprendimos el viaje rumbo a Perú bordemos la belleza del Titicaca con sus muelles flotantes y amarres de pescadores, lo cual es en si mismo toda una postal de color. Sus márgenes, como el Nilo, abundan en cultivos de todo tipo aprovechando la tierra húmeda y las nutrientes que desnudan las bajantes estacionales. Todo es verde y tierno allí. El pobre tiene la naturaleza al alcance de su mano y el mundo rural más acomodado se desarrolla alrededor del majestuoso lago, tanto en Bolivia como en Perú, ocupando cada lugar y cada palmo del terreno con sembradíos, interactuando con los pescadores que desde la madrugada se mueven como en un rito, desplegando sus artes.

Sin embargo la humildad de los edificios construidos de barro, con viejos adobes lavados y los techos de paja y caña, lejos está de elevar nuestro pensamiento hacia el prototípico “chacarero” argentino o el que cultiva la fruta en los valles rionegrinos. Alguna camioneta vieja, suele verse en los caminos como retazos de una civilización que pareciera negarse a entrar por esas latitudes; lo demás, parece pertenecer a otro tiempo.

El buey, algunos caballos y la fauna típica invaden los campos y también las rutas, en la mayor parte de Bolivia.

La puerta del tiempo

Cuando regresamos a este original país, procedentes de perú, transitamos la ruta verde, la de la selva, la más larga y uno de los caminos más hermosos que tiene Sudamérica. Elevados a más de 4.800 metros, los picos cubiertos de exuberante vegetación, hojas gigantes, agua descolgada de cuanta grieta hay en la montaña, bruma persistente, lloviznas permanentes y de vez en cuando con el chispazo del sol, conforman una ruta de ensueño que se combina con el peligro del sinuoso asfalto de cornisa y la temeridad de los conductores que por aquellos lugares encienden las luces del automóvil solo cuando se hace la noche.

Después de la selva y el bosque, y el recuerdo de La Higuera, pequeño poblado donde fue asesinado Eernesto “Che” Guevara, apareció el adelanto y la civilización en su mayor expresión. La cosmopolita Santa Cruz de la Sierra, inmensa, ruidosa, acelerada y lo más parecido a una ciudad brasilera, nos recibió plagada de hermosos barrios cerrados, lujosas mansiones, un comercio super activo, un consumo que desborda en el extendido centro comercial que posee la ciudad y la vista indisimulable del lujo que pasea por las calles mostrando la variedad más distinguida de vehículos de alta gama, donde los Hummers que en nuestro país son motivos de costosa admiración, se venden en auterías de usados como “un carro más”.

Allí la plata y el poder están presentes a cada paso. Desde que salimos de las últimas estribaciones selváticas, los carteles alabando a Evo habían desaparecido. En Santa Cruz de la Sierra son inexistentes. El capitalismo duerme con su fortaleza motivadora y su empuje destituyente, hasta que las condiciones sociales mejoren y encuentren al referente indígena debilitado ¿Quién lo duda?. Está claro que la cultura aymará no es lo que más cultivan los bolivianos del este. Allí desaparecen las “kombis”, los gritos desaforados de los que ofrecen un viaje por cinco Bolivianos y es una especie en extinción la coya típica que vimos transitar por Oruro o La Paz, cargando el hijo en la espalda y vendiendo maíz hervido.

Comentan los habitantes de Santa Cruz de la Sierra que el poder económico de allí hace ingentes esfuerzos para escindirse de la Bolivia del oeste, la de Evo, la del voto, la socializada, la que hoy le pone freno al capital obsceno de los históricos poderosos que han transformado al país en un enorme cráter empobrecido.

Dicen que Evo Morales ha transcurrido estos cuatro años construyendo poder; sin duda es así. Cuando estuvimos en Tiahuanaco fue impresionante ver llegar de los más recónditos lugares de Bolivia, de los valles y de la quebrada más profunda, a hombres y mujeres quienes, posiblemente, era la primera vez que compartían un espacio con tribus que ni siquiera conocían. Claro está que la política sin demagogia tampoco es política y Evo no escapa a la regla. Cientos de ómnibus y vehículos de todo tipo convergían sobre el inmenso campo donde descansan las ruinas Incas trayendo asistentes desde las ciudades y zonas aledañas. Sin embargo, uno podía comprobar que la mayor parte de aquella abrumadora asistencia indígena, era espontánea y por elección estaban allí, al lado del primer aymará que accedió a la presidencia.

Es muy hermoso Bolivia, lleno de color y contradicciones, pero por sobre todo se muestra como un país que apuesta al cambio y que si bien debe transitar mucho camino para lograr el bienestar de una sociedad sojuzgada durante siglos por conquistas y explotaciones, se advierte que hay un germen de esperanza de que un mundo mejor es posible para ellos y para sus generaciones futuras. (R. Lasagno/OPI Santa Cruz)

http://www.opisantacruz.com.ar/home/2010/02/26/la-bolivia-que-conoci/8295#more-8295

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